Cuento: Comando urbano de A. Gándara

 

 

 

 

Nivel B2

El escritor Alejandro Gándara, durante su vida pasó por varias etapas: atleta (campeón de España en velocidad), escritor ganador de varios premios y periodista. Nació en Santander en 1957. De su época como deportista recuperó muchas historias que utilizó en sus primeros libros. Como escritor obtuvo premios desde 1979 hasta  el 2001. Como periodista se hizo conocer por sus  colaboraciones en la prensa escrita: ABC, El MUNDO, El País, más que por sus relatos y novelas, Su labor como promotor cultural es igualmente fértil. Gándara inventó en los 80 la primera escuela de creación literaria española.

 

COMANDO URBANO

Fue la época en que había empezado a disfrutar de las cosas. Tenía una casa con un jardín compartido, un trabajo por libre pero suficiente, una niña pequeña y un marido con aspecto definitivo: el mundo rodaba como Dios manda. Pero el que ha sido feliz, sabe que la felicidad se vive como un asedio, está uno rodeado de desgracia. Y la desgracia acaba entrando por cosas mínimas que se van haciendo grandes como pirámides hasta que se desploman sobre el que un día se llamó afortunado.
– Hay un imbécil en la Caja de Ahorros que sólo sabe poner dificultades- decía al principio.
– Los del paro dicen que si quiero cobrar en agosto tengo que quedarme aquí – dijo después
– La gente me está amargando la vida. Acabaré por no salir de casa –era una muletilla de la última época.
Algo curioso en las tragedias, individuales o colectivas, es que sólo tienen auténtico valor cuando se producen. Nadie ve el transcurso, como se van inflando hasta que explotan, después de miles de días y de miles de indicios. Ella siempre se quejaba del trato de las gentes de oficina. Pero los argumentos eran tan razonables que nadie creía necesario prestarle demasiada atención.
Había derivado por muchas sucursales bancarias, de ahí salió por cierto el germen de lo demás, y en todas había tenido que sufrir. No le importaba el exceso de estupidez ajena, pero gastaba su tiempo y solía acompañarse de alguna pequeña vejación, de algún maltrato que la disminuía. Sentía esa pérdida de gusto por las cosas que suelen seguir al desdén extremo e incluso al propio. Al cabo de unos meses, todo su tiempo disponible, y que alguna vez consideró el galardón que merecían sus esfuerzos, se convirtió simplemente en el tiempo de tortura, en tiempo para restañar las heridas que le producía la relación con una casta que se había hecho dueña de su vida.
-Pues con el sueldo que ganaba, podía haber ahorrado –le dijo un día el de la oficina del paro, cuando ella solicitó un adelanto para el mes de vacaciones y pretendía saltarse la lógica de las cárceles y cuarteles que preside estos establecimientos.

Salió a la calle para llorar. Estuvo llorando hasta la hora de comer. Y, de repente, el llanto se cortó. Pensó que era imposible que hubiera estado llorando tanto tiempo, porque ahora se sentía seca, sin una gota de líquido en su cuerpo, sin recuerdo de ninguna clase de humedad en el organismo. Aquella noche no durmió. Le pareció que la falta de agua en los tejidos había eliminado la sensibilidad a cualquier cansancio y tal vez a cualquier cobardía. Contempló la respiración regular de su marido, las palmas relajadas de la niña, mientras dormían. Luego caminó hasta el escritorio y se quedó sentada en la tumbona, observando cómo entraba la luna hasta la pared y sacaba brillo horizontal en la escopeta de caza que tenía enfrente.
A la mañana siguiente, el marido se despertó con la llamada telefónica de un suboficial de la policía. A eso de las nueve. Se presentó en la sucursal de la caja de ahorros con el pijama debajo de una chaqueta a raya.
-Está ahí dentro con una escopeta, apuntalando al personal. Uno que ha escapado conocía su dirección. Dígale que deje de hacer tonterías o entramos a por ella. Venga.
El marido atravezó cautamente las dos puertas con cristalera. Algo le decía que todavía estaba soñando. La figura de su mujer asomaba al fondo del corredor, tras una mesa tumbada, con la culata del arma en la mandíbula. Los operarios se distribuían por el suelo boca abajo y las manos en la nuca. Se acercó a ella conmiedo.
-Cariño, ¿qué estás haciendo?
– Se me olvidaron los cartuchos – suspiró.
La vio lívida, con las ojeras marcadas, temblando bajo el peso de la escopeta, que seguía manteniendo a una altura amenazante. También parecía mayor. Quiso abrazarla, no por hacer algo, sino para que supiera que él estaba allí. La desesperación sincera de la mujer, la sintió, en forma de solidaridad casi trotskista. Más que marido era ya compañero comando. Uno de los administrativos escuchó lo de los cartuchos y dio la alarma.
Poco después empezaban a correr hacia la puerta en estampida. Entonces ella apretó el gatillo y sonaron varios clic. El lleno de ternura, apuntó con el dedo y disparó otras tantas veces, haciendo bang con la boca.

Alejandro Gándara

 

Contesta o escribe las preguntas:

¿ Qué harías con la angustia  que siente la desempleada ?

¿ Como se llaman los personajes?

¿ Una vez que los empleados salieron corriendo, entra la policia y qué pasa con la desempleada?

Una vez llegados a la casa, él le dice a su esposa…

 

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PASADO  a FUTURO 

  1. Le pareció que la falta de agua en los tejidos había eliminado la sensibilidad a cualquier cansancio y tal vez a cualquier cobardía.
  2. El marido atravesó cautamente las dos puertas con cristalera.
  3. Poco después empezaban a correr hacia la puerta en estampida. Entonces ella apretó el gatillo y sonaron varios clic.

 

PASADO A IMPERFECTO del subjuntivo, atención a los cambios.

  1. No le importaba el exceso de estupidez ajena, pero gastaba su tiempo y solía acompañarse de alguna pequeña vejación,
  2. Poco después empezaban a correr hacia la puerta en estampida.
  3. Salió a la calle para llorar. Estuvo llorando hasta la hora de comer. Y, de repente, el llanto se cortó.

Clase creada por Andrea Gavio

 

 

 

 

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